La primera cosa que tendríamos que enseñar
a todo hombre que llega a la adolescencia,
es que los seres humanos no nacemos felices ni infelices,
sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que,
en una gran parte, depende de nuestra elección
el que nos llegue la felicidad o la desgracia,
y que no es cierto, como muchos piensan,
que la dicha pueda encontrarse como se encuentra
por la calle una moneda, o que pueda tocar como una lotería,
sino que es algo que se construye, ladrillo a ladrillo, como una casa.
Habría también que enseñarles
que la felicidad nunca es completa en este mundo,
pero que aún así, hay razones más que suficientes de alegría
para llenar una vida de entusiasmo
y que una de las claves está precisamente
en no renunciar o ignorar los trozos de felicidad
que poseemos por pasarse la vida soñando o esperando la felicidad entera.
Sería también necesario decirles que
no hay «recetas» para la felicidad, porque, en primer lugar,
no hay una sola, sino muchas felicidades
y que cada hombre debe construir la suya,
que puede ser muy diferente de la de sus vecinos.
Y porque, en segundo lugar,
una de las claves para ser felices
está en descubrir «qué» clase de felicidad es la mía propia.
martes, 22 de marzo de 2005
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